MULTIPLICAME LA PANTALLA Y QUÍTAME ESOS CABALLOS
Lejos queda ya esa famosa frase -que acabo de prositituir en el título- atribuida a Colin Chapman que decía algo así como "no me multipliques la potencia, divídeme el peso". El señor Chapman se alegraría seguro de no haber vivido en nuestra época, cada día más diferente de aquellos magnífico años que él vivió. El rendimiento -ese que el fundador de Lotus buscaba con ahínco- y la mecánica de los coches está pasando cada vez mas ostensiblemente a un segundo plano, para convertirse en poco más que extensiones del smartphone o para dar sustento a eso que ahora llamamos postureo.
Lo comprobé por enésima vez hace algún tiempo en el pequeño pueblo de mis abuelos, dónde aparcó un joven cerca de la casa familiar un Renault Clio nuevo y reluciente. Decidí acercarme a verlo detenidamente -no suelo hacerlo, te miran como a un bicho raro- por lo llamativo del coche y porque no había tenido la oportunidad de ver con detalle el nuevo Clio.
Por las pintas, le eché al menos 150 CV, si no más: blanco, conesa agresiva mirada del pequeño Renault acentuada por un parachoques deportivo, contrastes en negro, techo panorámico, difusor trasero y unas llantas bitono que si no eran de 17" eran de 18". montadas sobre unos neumáticos de perfil sorprendentemente bajo. Hasta me pareció que iba más bajo de lo que suponía que iba un Clio normal. Eye candy, que dirían los ingleses.
Me acerco más y veo el distintivo "dCi" en el portón trasero, lo cual de primeras me descoloca un poco. ¿Será que ya le han metido al Clio una variante del dCi que desconozco? ¿O el dCi 130 que ya monta el Mégane? Sigo dando vueltas, despacio, alrededor del coche, aprovechando que no hay nadie para mirarme como quien mira un perro verde, y me fijo en que tras las llantas delanteras se adivinan, más que discos de freno, unos platillos de café. Bueno sin exagerar tampoco, quizá fueran como platos de postre. Algo que en cualquier caso ni iba, ni de lejos, con el aire deportivo que desprendía el coche. Oliéndome la tostada, llevo la mirada al eje trasero y oh sorpresa, me topo con unos frenos de tambor. Recórcholis, o Brembo ha desarrollado unos tambores de alucine o aquí hay gato encerrado.
Al volver a la civilización -en ocasiones, el pueblo no puede considerarse tal cosa en cuestiones de comunicación- echo un rápido vistazo al configurador de Renault y se confirman mis sospechas: ni Renault ha dado otra vuelta de tuerca al dCi, ni siquiera monta la versión de 130 CV del Mégane. El Clio en cuestión era, en el mejor de los casos, un modesto diésel de 90 CV.
Vaya por delante, y esto que quede muy claro, que cada uno con su dinero compra lo que le da la gana y satisface sus gustos como mejor le parece. Sin embargo uno saca sus conclusiones. Supongo, aunque podría equivocarme, que ese joven no hará una barbaridad de kilómetros. De hecho si aplicamos la estadística es más que probable que ni siquiera llegue a ese umbral en el que la motorización diésel compensa claramente respecto a la alternativa de gasolina, así que descarto la elección del diésel por razones estrictamente funcionales. También descarto que fuera por razones estrictamente económicas porque no es un coche barato, al menos configurándolo en la web tal y como lo recuerdo. Hablamos de unos 17.500 euros descuentos oficiales incluidos. El ahorro habría estado en escoger el 1.2 gasolina de 75 CV y omitir varias opciones de equipamiento relativamente superfluas.
Por la estética escogida, se da por sentado que su propietario valora la deportividad de un coche pero entonces, ¿por qué optar por todas esas opciones de conectividad, un techo solar de 550 euros, las llantas de 17" por 150 euros más los 200 del pack exterior, en vez de ir al motor TCe de gasolina y 120 CV, con toda seguridad más agradable y prestacional y casi idéntico precio? La diferencia de consumo, si bien significativa, no me parece decisiva para este joven, sabiendo que conduciendo con suavidad se pueden hacer medias próximas a seis litros y que no estamos considerando la diferencia de prestaciones.
El problema es -tiene que serlo- que el dueño del Clio no lo compró para él, para que le reportase felicidad de manera directa. Me explico: cuando a alguien le gustan realmente los coches, compra uno que en la medida de sus posibilidades le hace feliz, y cualquier otra consideración pasa a ser totalmente accesoria. Lo que sucede ahora -imagino que no es nuevo, pero sí cada vez más frencuente- es que el propietario busca una satisfacción indirecta, porque esta no viene del coche: no son los caballos y las prestaciones que disfruta, si no las que los demás adivinan. Prefiere gastarse el mismo dinero en un coche de 100 CV que aparente 200 que en uno de 140 que aparente estos mismos o menos. O en uno que parezca más grande y más caro, aunque dinámicamente sea peor. Porque si además de tener un cochazo los demás no lo perciben así, su felicidad no es completa.
Pensándolo bien, podría haberme ahorrado todo este tocho, limitándome a decir algo tan obvio como doloroso: cada vez somos menos los aficionados a los coches.
Fotos: autodato.com
motorenlinea.es
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Opinión
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Son modas. Ya se pasará. Como todas.
ResponderEliminarNo las tengo todas conmigo. La industria se dirige cada vez más a un modelo de coche totalmente impersonal y aséptico, y el coche autónomo está a la vuelta de la esquina...
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