No tengo el dudoso placer de conocerte, pero hoy me voy a dar el
capricho de juzgarte. El hecho de que jamás vayas a leer esto no me va a impedir
maldecirte ni echar sapos y culebras por la boca. El desahogo me vendrá bien, servirá
como terapia.
Tuve la mala fortuna de toparme contigo en una carretera que
conozco muy bien por discurrir cerca de mi casa. Una carretera estrecha, de dos
carriles -uno por sentido- que por
momentos parecen uno y medio. La gente que viene de visita suele ir temerosa,
conduciendo despacio y con ganas de que acabe un calvario que los de aquí, sin
embargo, quisiéramos que nunca acabase.
Para que te enteres mejor de por qué te digo esto, me
explico. Hay dos clases de conductores foráneos con los que uno se puede
encontrar en este recorrido: gente normal y personas como tú. De hecho cuando, maldito
el momento, me vi circulando detrás de ti, acababa de encontrarme con varios
usuarios de los primeros.
No sé si sabes, estúpido, que coño es la distancia de
seguridad. Tampoco si estás al tanto de que, cuando el adelantamiento está
permitido, debes guardar con el que te precede una distancia suficiente y que
permita a los de detrás rebasarte si así lo desean. Éramos cinco coches en
caravana e íbamos, desde mi punto de vista, despacio. Bastante despacio. El
motivo por el cual el primer vehículo circulaba así me es indiferente, total,
cada uno puede circular a la velocidad que le dé la gana o con la que se sienta
más seguro.
Precisamente para cuando hay desacuerdos en cuanto a velocidad de marcha, se inventaron las
zonas de adelantamiento. Al no ejercer tu derecho a adelantar en las zonas
destinadas para ello, aceptabas
tácitamente que esa velocidad era la adecuada también para ti, pero no lo era
para mí y por eso quise adelantarte aunque fueras pegado al de delante. Lo
intenté una vez antes de conseguirlo, así que explícame porqué cojones
aceleraste cuando me habías visto de sobra. No me digas que se te escapó el
pie, que aunque tu Peugeot 3008 sea coche capaz, no acelera así salvo respondiendo
a un pisotón decidido al pedal derecho.
Casi como el coche anterior, que se orilló, me indicó con el
intermitente la disponibilidad de la carretera y la suya propia y levantó
levemente el pie, todo para facilitarme la maniobra. Todo en un visto y no visto,
sin riesgos y sin dramas. En cambio tú tenías que ser diferente, tenías que ponerme en un aprieto como si yo te hubiera hecho algo.
Sin embargo no es la perrería que me hiciste a mí, sino la
que le hiciste al siguiente que te intentó pasar. Yo no me amilané, porque no
es la primera vez que me encuentro con alguien de tu calaña y meto el coche en el
hueco, ya sea este suficiente o tengamos que parar a hacer un parte. Pero al infeliz que quiso adelantarte después lo
acojonaste. Hiciste una maniobra como para que se hubiera bajado del coche y te
hubiera roto la cara. Le cerraste y obligaste a recorrer como setenta metros más de lo
necesario a tu izquierda, por el carril contrario. Consiguió volver a su carril
al comienzo de una curva apenas un par de segundos antes de que apareciese una
furgoneta. Te divertiste, ¿verdad?
No te deseo ningún mal, aunque no me falten ganas de decirte
que ojalá algún día te lleves un buen disgusto estrictamente
económico. Me lo ahorro porque quiero tener buen karma, al menos lo
suficientemente bueno como para evitar encontrarme más veces con imbéciles como
tú.
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