Este no es, ni de lejos, el peor video que hay...
Después de estar un ratillo viendo verdaderas atrocidades
viales, me he puesto a pensar qué es lo que me ha hecho repudiar
ese tipo de comportamiento al volante cuando soy lo mas fanático y loco de los
coches que hay. No me refiero a las cualidades tipo tener cierto sentido común,
aprecio por la vida de los demás, respeto, educación, etc, si no a qué narices ha inculcado en mi todas estas
cosas que cito. Tras unos minutos de cábalas, he llegado a una
conclusión: a mi padre no le gustan los coches y lo estoy pagando yo.
Este NO es mi padre... |
Para explicarme mejor tengo que hacer una breve descripción
de mi padre. Señor -es importante hacer hincapié
en lo de “señor”, pues no abundan- de
mediana edad, guapete, cómo no, inteligente, lúcido y con exagerado sentido
común. Pero con un defecto que, a ojos de un hijo que desde pequeño creció rodeado
de cochecitos, es grave: el sonido de un motor le emociona tanto como un manojo de apios.
Cuentan que una vez tuvo un coche
-un Fiat Tipo 1.6-, al que tuvo
cierto cariño en sus primeros años. Le prestaba atención, lo trataba con mimo.
Con el paso de los años, este cariño se diluyó cual azucarillo. Pasó a ser algo
tan importante como una lavadora o un ascensor, lo cual no deja de ser curioso
en un hombre que podría dejar en evidencia a muchos mecánicos de profesión con
una llave inglesa y media caja de cerillas.
Mi madre, de la cual ya hablamos en alguna de las primeras
entradas, tampoco colabora en este sentido: de su coche sabe que no le gusta el
color, y del de mi padre que es demasiado grande. Bastante tiene con hacer que todo nuestro pequeño ecosistema funcione.
Debido a todo esto, he crecido viendo como mis padres conducen
como quien enciende un fuego: sin entusiasmo de ningún tipo, pero con sensatez,
inteligencia, respeto, mucho cuidado y poniéndole mil ojos al asunto, no se
vaya a desmadrar. Así que he tenido que convivir a caballo entre mi desmesurado
amor por la automoción -pasión de origen
desconocido- y lo que veía hacer a mis progenitores.
Malditos seáis, pues, por hacer que nunca pase de 50 atravesando un pueblo, que no tire del freno de mano en las rotondas, que no salga humo cada vez que acelero, que ate y re-ate a mis primos pequeños cuando van conmigo a algún lado, que si tengo que conducir lo unico que beba sea media caja de Shandys o que trate con respeto a los demás usuarios de la vía. Gracias por “nada”, condenados.
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